Cala de l'Almadrava. Roses. Girona. Septiembre 2012 (Paz .Juan)
Una de las múltiples ventajas de adoptar un lugar y hacerlo propio es que gracias a ello ganas -no sé si con derecho o no- un pasado no vivido.
Las Canyelles Grosses o l'Almadrava es, en opinión de muchos y en la mía propia, la más bonita de las calas de Roses. A pesar de las excesivas cicatrices blancas de ladrillo o cemento que se incrustan en las leves alturas que la cierran y protegen sigue siendo muy hermosa. Y tranquila, azul, profunda. Se la puede abarcar con unos cuantos pasos humedecidos, sosegados.
Situada entre el pequeño saliente que forman el faro y el castell de la Trinitat por un lado y la punta blindada de la Falconera por el otro, queda casi a resguardo de los peores embates de la tramontana que llegan desde el cap de Creus. El viento del norte la respeta y la limpia.
El primer y seguramente originario nombre proviene de los cañizales que sin duda existieron en ella. Y eran las Grosses, por oposición a les Petites, vecinas e inmediatamente anteriores. Pero casi nadie la llama así. Desde hace mucho tiempo se la conoce por ese segundo apelativo árabe y sonoro que nos da pistas seguras sobre el uso que le dieron los pescadores de la zona desde mediados del XVI hasta bien cumplida la primera mitad del XX. Y es que la forma de la playa era especialmente propicia a la pesca del atún según esa técnica.
Cuando desde el promontorio que la domina por el sur contemplamos el agua azul, transparente, tranquila, resulta difícil imaginar que durante cuatro largos siglos se volvió con frecuencia roja y encrespada. Que la supervivencia de hombres y atunes se decidía en esa rada en forma de herradura, entre redes, barcas y arpones. Eran uno u otro. No había términos medios.
Y a Dalí le fascinaban la lucha por la vida y la muerte. Por eso venía hasta ella a recordar las descripciones que su padre le hacía sobre lo visto por él de joven. A bosquejar con trazos rápidos la batalla. A pintar el triunfo de la segunda. Siempre la segunda. Por pura obsesión. Porque Brueghel o Millet le calaban los huesos. No en vano, Almadraba significa lugar donde se lucha.
De aquella fascinación surgió ese cuadro poderoso y terrible pintado durante dos largos veranos. Aquí mismo. Y en él volcó los ensueños que le provocaron los relatos paternos, lo vivido por él mismo en alguna ocasión siendo niño, los textos de Teilhard de Chardin o la contemplación de las visiones de las tablas flamencas en el Prado.
El azul cobalto del mar que se tiñe de rojo por la sangre de los atunes conlleva un renacimiento. La muerte de éstos alimentará a otros seres. Parece que el propio pintor se representó a sí mismo, desnudo y de espaldas como en un cuadro de Ucello o Mantegna, formando parte del rito feroz. Los colores se superponen y estallan sobre el lienzo: azul cobalto, verde, naranja, rojo, rojo anaranjado, amarillo, azul, azul verdoso, negro, gris...
La pesca del atún. Salvador Dalí. Óleo sobre lienzo. 304 por 404 cms. 1966/1967. Fundación Paul Ricard, Bundol. Francia. 1966-67.
Pero no solo venía hasta esta playa atraído por historias paternas. ¡Qué va! A Dalí le gustaban algunos de esos placeres inmediatos y primarios que provoca la vida del cuerpo y del ánimo.
Adoraba la charla y la comida que le brindaba el senyor Mercader en el hotel que se levanta precisamente sobre el pequeño promontorio que protege la cala y edificado al tiempo que él construía su cuadro catártico.
Hoy, el yerno de Mercader, el senyor Subirós, regenta el mismo hotel, con los mismos muebles, espacios y cocinando de forma actualizada la misma comida que tanto le gustaba a Dalí cuando venía a "renacer" -y no precisamente en sentido místico- en L'Almadrava.
Tiene el edificio una arquitectura de los años 60, en un lugar privilegiado y en voladizo, con las vistas más increíbles que puedan imaginarse y que abarcan todo el golfo de Roses. Hasta las islas Medes. De un lado, la cala tranquila. Del otro, el mar inmenso hasta donde la vista se atreve y llega. Sin cortapisas. Los ojos y el alma se vuelven azules al salir al espacio abierto y en alto.
Si como yo andan siempre ávidos de olas y sal hay algo que les recomiendo encarecidamente si acaso viajan por la zona.
Disfruten tranquilamente del agua y el sol por la mañana, coman temprano y acérquense, recién iniciada la tarde, al puerto de Roses para navegar a vela.
-¿Y quién es el guapo que tiene un velero? me dirán. Pues no hace falta ser patrón de yate o de laúd; háganme caso.
Para los que no tenemos barca propia, las de turistas nos pueden servir perfectamente. Después de todo también lo somos. Además, no resulta difícil abstraerse. Ni se preocupen por ello. En cuanto se hayan acodado en un lateral de la cubierta o bien parapetados detrás de la barandilla en la proa dejarán de ver extranjeras enrojecidas con pañoleta de colores y niños bulliciosos hablando raro. Cálense el sombrero, abran el alma al aire y naveguen. Si la sorpresa que les espera es el cap Norfeu para bañarse después en las aguas profundas de la baia de Jóncols y la tramontana esta vez se toma un respiro respetándolos (ni se imaginan lo arduo que se puede poner doblar el cabo teniendo el viento de popa, de proa o de costado), el viaje, tan corto y breve, se les puede quedar sin embargo en el haber para toda la vida.
Eso es, lo están haciendo muy bien. ¿Ven como no era tan complicado? A la ida, la horizontalidad que proporcionan el motor, las dos quillas y la poca gente que se aventura a embarcar en septiembre les permitirán pasear a sus anchas por esa cáscara estable y doble de fibra de vidrio, alegre y coloreada. Verán L'Almadrava desde otro punto de vista y los lugares reconocidos y los bunkeres amenazantes de la Falconera. Divisarán la rada protegida de la Montjoi y en ella, esa casa con arcos y recuerdos de amigos que trabajan con entusiasmo en transformarla. Y la pequeñez de la Pelosa.
Mientras tanto, la forma del Norfeu se habrá ido agrandando y llegarán a oler el tomillo y la genista que les llama desde tierra.
Mientras tanto, la forma del Norfeu se habrá ido agrandando y llegarán a oler el tomillo y la genista que les llama desde tierra.
Justo en la punta del cabo, la figura deliciosa de la gata -porque no sé si sabrán, pero si no se lo digo yo, que es una gatita y no un gato- del Norfeu les dirá que el lado norte es más abrupto y cortado a pico y guarda como un cofre del tesoro el agua oscura y limpísima de la Jóncols.
No se queden ahí... ¡Venga! aprovechen que han fondeado para darse un baño increíble a la hora en que el sol de los membrillos acaricia y no quema. Aléjense un poco de la algarabía infantil y sumérjanse. El azul es tan oscuro y tan intenso a un tiempo que no verán más allá de dos metros pero será el azul más fantástico que hayan visto en mucho tiempo.
Ahora viene lo mejor. Suban a cubierta de nuevo, dejen que el bañador se seque al aire -no conviene ir desnudos por aquello de que los padres de los retoños teutones no suelen entender esas licencias y se pondrían hechos unos nibelungos- y contemplen el espectáculo de 250 metros cuadrados de tela desplegándose soberbios. Ahora todo cambia. Los papás, las mamás, los niños se van callando despacio. Y cuando aparece de nuevo y a contraluz la punta de la gata no verán Vds. más que el sol y el mar delante. Y el batir levísimo de las olas en las quillas. Y el viento suave contra la lona de las velas. No habrá más ruido que el del agua y el viento. Y el de su ánimo que se esponja y rie abiertamente.
Cuando una hora y media más tarde salten a tierra serán Vds. más o menos los mismos. Solo más o menos. Ya me entienden.
¿Qué tal han llegado a estas alturas del texto? ¿Se les ha hecho muy largo..? Tranquilos, que ya solo quedan un par de batallitas.
Y es que lo que viene a continuación tengo que contárselo a mis lectoyentes, si no reviento. Lo lamento por Vds. pero es que de un par de años a esta parte he descubierto lo fantástico que es bucear y por fuerza tengo que cantarles sus excelencias, beneficios y placeres.
Sí, señor. Así, malamente y con torpeza. Pero bucear.
Como a partir de cierta edad a esta condesa le ha empezado a dar lo mismo ocho que ochenta y ha perdido por completo el sentido del ridículo -siempre que con ello no haga daño a nadie y gane en cambio el disfrute de aquello que le gusta, la anima, le divierte o da placer-, pues en cuanto llega a la cala el primer día se coloca el sucedáneo de neopreno, se calza las aletas, se coloca en cabeza, ojos y nariz un artilugio chillón que le permite fotografiar y filmar todo aquello con lo que se topa, abarca con firmeza la boquilla del tubo y se lanza a las procelosas aguas del océano sin importarle un rábano lo que digan de ella. Debo decirles en honor a la verdad que si en ese momento le preguntaran al señor conde que qué opina de la guisa de su ilustre cónyuge, el susodicho juraría hasta tres veces no conocer a la mencionada condesa absolutamente de nada.
La contrapartida es un agua limpia como pocas, una colonia soberbia de posidonias y alguna que otra sorpresa en forma de peces, de mayor o menor tamaño. Poco importará después que la cámara no haya grabado lo que debiera o que en su afán por sumergirse y tapar de forma conveniente el tubo haya movido la cabezota a diestro y siniestro, a tontas y a locas, volviendo un poco tarumbas a los que se atrevan a ver el resultado de sus investigaciones submarinas.
¡Ah!, ¿que van a ser valientes y atreverse? Pues no les arriendo las ganancias. Porque he de añadir que hasta que aprenda a editar en ciertos formatos de imagen raritos y por tanto a cortar, van a tener que tragarse, mis queridos amigos, todo lo filmado. Y les aseguro que diez minutos de peces son muchos minutos. Aquí y en la Cochinchina.
Eso sí, siempre podrán cerrar los ojos y dedicarse a disfrutar de la música que enriquece la filmación, que está enterita y sin vaivenes ni giros acrobáticos.
(Se puede ver en HD y a lo grande)
Antes de partir, la visita de un amigo desde Barcelona me trae, junto a una maravillosa mermelada natural de naranja amarga que todavía huele a azahar y un botecito de oro del Senegal en crema, su compañía, la charla tranquila delante de un té, la ilusión por los nuevos tiempos. La tranquilidad en forma de paseo. El abrazo.
Moltes, moltes gràcies, Miquel. Un petó ben fort.
¿Que por qué les he contado todo esto? Pues porque L'Almadrava es mi refugio. Y mientras pueda allí seguiré -seguiremos- yendo cada año. Para descansar, para curar, para reir abiertamente, para sentir el renacer daliniano empujando con fuerza por la espalda. Siempre hacia delante. Siempre protegido por la tramontana. En cada uno de sus rincones. Allí donde navego, leo, escucho, buceo o nado. El lugar en el que me gusta sentarme a bordar mientras los demás duermen la siesta o disfrutan de la piscina. La ventana abierta al azul como un regalo. Y el viento que gira en remolinos poderosos y se lleva las nubes pegajosas y la boira. Y con ellas, la melancolía, la impaciencia. El dolor.
Quizá entonces entiendan mejor el porqué de la mezcla de imágenes que les traigo. Todas y cada una de ellas representan algo importante, vivido, precioso. Y la música modernista las engarza y amalgama.
Porque cada año, cuando llega la hora del regreso, reúno lo vivido como un tesoro especialísimo, personal y pequeño y me lo traigo a Madrid. Conmigo. Bien cerca y pegado al cuerpo. Como un talismán favorecedor de la risa y la alegría. Como un amuleto contra los contratiempos, la mala baba ajena, la tristeza o los días de lluvia.
Son libres de ver o no el montaje. Es sano desnudarse de tanto en tanto y esto es lo más cercano a la desnudez de que soy capaz. En todo caso, cierren los ojos y escuchen. La música huele a verano. A aire y tiempo libre. A descanso. A estar bien.
Son libres de ver o no el montaje. Es sano desnudarse de tanto en tanto y esto es lo más cercano a la desnudez de que soy capaz. En todo caso, cierren los ojos y escuchen. La música huele a verano. A aire y tiempo libre. A descanso. A estar bien.
Y, como siempre, pongan empeño en ser felices. Cuesta, pero vale la pena.
Buenas noches.
(Se puede ver en HD y a lo grande)