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Nuno Gonçalves - Martirio de San Vicente (detalle). ca. 1470. Óleo sobre tabla de roble. Museu Nacional de Arte Antiga. Lisboa. INV.: 1549 PINT (foto: Paz Juan).La ciudad tiene el andén mojado y remolón cuando llego a primera hora de la mañana. Acaba de llover. Es un martes apacible y fresco del apenas estrenado agosto.
El parque cercano a la estación, a la que da nombre, me sorprende con su fuente por fin restaurada y libre de maderamen y andamios y yo sorprendo a sus pavos reales todavía dormitando en las ramas más altas de los árboles. Sigue siendo ese rincón agradable por el que se puede caminar con calma, a salvo de los automóviles y el ruido del cercano y ruidoso Paseo. Hay camelias blancas, abiertas y cuajadas de gotas. El estanque conserva el encanto de siempre.
Atravieso hacia el centro oyendo el ruido de los cierres que se levantan, a compás, según voy pasando. Hay anuncios de exposiciones de Marino Marini y Henry Moore con horarios algo estrambóticos. Compro unas tijeras de costura en una tienda llena de navajas suizas y modernos cuchillos de cerámica. Suena la campana de una iglesia.
La plaza mayor se abre luminosa, roja y recién lavada, con trajín de gente que la atraviesa sin prisa y un par de turistas ejerciendo su oficio, cámara y plano en ristre. Me paro a tomar café en uno de los bares y el viejo conde me guiña el ojo desde su pedestal. Hay algún comercio nuevo (o así me lo parece, que la sombra gallega es alargada) al que cedió su sitio alguno que no pudo con el embate de la crisis, pero me alegra ver que la ferretería resiste. Se está bien.
Camino de mi objetivo, me pierdo por los soportales apenas el tiempo imprescindible para comprobar que si antes se los comían las obras, ahora lo hacen los coches con una insistencia digna de elogio. Casi prefería ir saltando entre martilos neumáticos y adoquines sueltos.
Y tras el palacio cuna del monarca de todas las Españas, el que acoge muestras y eventos temporales que merecerían mayor publicidad y visita. Todavía no han abierto, así que me dedico a contemplar las fachadas renacentistas. La restaurada hace dos años está limpia y dorada (o al menos así me lo parece ahora, transcurridas casi dos semanas de la sensación de piedra). Soberbia, como una escultura orgullosa y compleja; impertérrita y condescendiente a un tiempo. Me siento a gusto contemplando ahora la fachada lateral, la del museo. A sus pies, la esquina vacía, el silencio, la calma. Siento que el mundo vuelve a funcionar como debiera.
Taller de Brujas (entorno de Gerard David) - El encuentro de San Joaquín y Santa Ana en la Puerta Dorada (detalle). ca. 1495. Óleo sobre tabla de roble. Retablo del altar mayor de la catedral de Évora. Museu de Évora. INV.ME. 1502 (foto: Paz Juan).
Tengo mucho interés en ver la exposición de primitivos portugueses por varias razones. Una, porque es un período artístico al que he dedicado mucho tiempo (en lo que a España respecta) a lo largo de mi vida. Otra, porque tengo muchas ganas de saber si nuestros vecinos de península sufrieron las mismas influencias estilísticas que nosotros y en qué medida y cómo. Y tercera, porque no sé Vds., mis queridos lectoyentes, pero yo me he pasado varios años de bachillerato, cinco de carrera, dos de doctorado y cuarenta de conciertos, sin haber estudiado una palabra, visto una imagen o escuchado una nota de arte portugués, a excepción de la torre y el monasterio de Belem, el castillo da Penha, en Sintra o los fados melancólicos de Alfama. Lo poco que sé lo he descubierto in situ. Y sí, sé que no tengo perdón pues he estado tres veces en Lisboa, pero nunca he podido visitar el Museu Nacional de Arte Antiga. Y eso que guarda el que para mí es el cuadro más espléndido y soberbio de El Bosco y ya conocen bien lo que significa para mí don Jeroen.
Se me olvidaba. Hay una cuarta y no por ello menos importante razón, y es que se puede fotografiar dentro de las salas con total libertad, siempre que se respete la norma de no usar flash ni trípode.
Y atravesando el patio, el encanto empieza. No ocurre, por supuesto con todos, pero cuando se pueden atrapar cincuenta cuadros en seis salas bajo la mirada de un objetivo que nada perdona, se descubre un mundo paralelo en el detalle.
Huelga decir que ya solo el poder contemplar el San Juan en Patmos o El abrazo en la Puerta Dorada hacen que merezca la pena el viaje. Pero yo no quiero hablarles hoy de influencias flamencas, italianas o españolas. Ni de cómo la era de los Descubrimentos dio origen, en buena medida, al desarrollo de una pintura lusa de excelsa factura. Ni siquiera a través de las imágenes que les traigo podrán hacerse una idea clara de los cuadros expuestos. No quiero que vean, ni pretendo, lo que podrían ver por Vds. mismos, sino compartir hoy lo que esta mañana la lente me devuelve ampliado.
Y es que por detrás de ese mundo fabricado de héroes, santos, vírgenes o personajes principales, a su lado o por encima, en los instrumentos de que se sirven o los ropajes que visten habita otro mundo menudo y vivo. Por un momento hagan el esfuerzo de pensar que no hay Virgen ni Niño, ni circuncisiones en el templo o santos asaeteados. Que los malos no se desesperan por la tortura del fuego divino o que los personajes insignes de la ciudad no aparecen junto a la divinidad, a mayor gloria propia. Las imágenes que el teleobjetivo les mostrará serán nuevas, diferentes. Más hermosas.
Crucen pues la barrera del cuadro y disfruten con la sonrisa de un niño que ocupa toda la pantalla, con los barcos o barquichuelas que ahora han adquirido dimensiones de protagonista. Paséense por los paisajes que decoran y rellenan los cuadros. Fijen su mirada en los pliegues bordados de un vestido, en el broche o la corona de un rey mago, en las manos de una mujer que protege a su hijo. Descubran el relieve de los rayos o los nimbos divinos, la factura repetitiva y sobria de una torre de oro, las monedas o las palomas ofrendadas sobre un altar, la copa que contiene la mirra.
Cuando los personajes que pasean por esas ciudades imaginadas e imaginarias les salgan al encuentro a caballo o paseando, en el momento en que casi sean capaces de oir el cacareo de las gallinas que picotean en la esquina menor y escondida de un cuadro o justo en el instante en que los peces saltan del agua para escuchar las palabras del buen San Antonio, sabrán que están al otro lado del espejo. Que ese primor que el artista puso en su obra les llega por entero y agrandado. Ni se les pase por la cabeza resistirse a su efecto. Déjense llevar y naveguen por la perfección de lo minúsculo o lo secundario.
No se extrañen pues de que salga tan relajada y feliz de la exposición. Sin saberlo, acabo de descubrir una vez más (permítanme el falso oxímoron) que el verdadero gozo muchas veces está en los detalles, en esos pequeños arbustos y plantas que los árboles del bosque frondoso apenas nos dejan nunca ver.
Por eso la ciudad me regala, a partir de entonces, otra mirada. Y al volver a la plaza mayor me siento, esta vez sí, tranquilamente a disfrutar del sol y la temperatura de primavera. Y me doy el gustazo de dejar ir la vista hacia toda la gente que pasa, ahora ya en mayor número, camino de casa o del trabajo. Y de charlar despacio y amablemente con quien me acaba de vender un cupón para un sorteo extraordinario. Sin prisas, mientras el zumo de tomate se impregna del sabor de la pimienta, la sal y el zumo de limón y el reloj da perezoso las dos de la tarde.
En ocasiones, deberíamos recordar que lo pequeño puede conducirnos a la magia insospechada de un día perfecto.
Sean pues, mientras puedan, felices con lo pequeño y lo nimio antes de que "el Santo Padre" (sensu lato) o la SGAE (sensu stricto) vengan para hacerles pagar por ello.
Buenas, calurosas y somnolientas tardes.
Buenas, calurosas y somnolientas tardes.
Josquín Desprez (c.1440-1521). Pater Noster/Ave María. Música de la Capilla Sixtina. Taverner Consort. Andrew Parrot, director. Emi, 1987. Ed. del Prado, 1993.
Exposición Primitivos. El siglo dorado de la pintura portuguesa (1450-1550). Museo Nacional de Escultura. Valladolid, 2011. (fotos: Paz Juan).