Un regalo de Sergio Astorga

martes, 28 de agosto de 2012

Valladolid: luz y espacio





Valladolid. Santa María la Antigua





Llego a la ciudad muy temprano medio dormidas ella y yo todavía. Agradezco profundamente los 18 grados de temperatura con que me recibe después de una noche de calor en Madrid en que dormir se convirtió en imposible. Es curioso que Valladolid siempre sea amable conmigo en ese sentido.

Sobre la marcha y sin venir a cuento cambio de itinerario y, en lugar de caminar hacia el parque, tomo la calle Gamazo. Aquel café, no excesivamente limpio y de dependiente arisco pero al que tanto me gustaba ir ha cerrado definitivamente. Su esqueleto sucio de madera enmarcando los cristales tapados con papel de periódico me demuestra una vez más que todo, antes o después, acaba muriendo. Πaντa ρεῖ. Nada permanece.

Conecto los auriculares al reproductor. Suenan las 6 suites para cello de Juan Sebastian Bach. La ciudad me envuelve y me regala.

Definitivamente mi rumbo, que parece haber adquirido vida propia sin que mi mente le ponga demasiados obstáculos, camina ahora por otros derroteros. Hace un día demasiado hermoso para desgranarlo en interiores, con lo que el proyecto de fotografiar el museo Fabio Nelli se borra sin el menor remordimiento de mi cabeza.

Entro en la plaza de España al tiempo que dan las campanadas de las nueve. Me salen al encuentro los olores de flores, frutas y verduras. Y las flores huelen y la fruta huele y la verdura huele. El mercado al aire libre hace que mire con otros ojos esa plaza que siempre me pareció destartalada y grande en exceso.
Definitivamente hoy no va a ser un día de encerrarme entre cuatro paredes a escudriñar objetos prehistóricos o cuadros barrocos. Voy atravesando con calma varias calles nada concurridas y me salen al encuentro, como duendes, unos libros primorosamente colocados en estanterías. Se dejan ver tranquilos y orgullosos a través de la ventana -casi escaparate- de una fachada en la que un letrero canta alegre más que reza: "Biblioteca Municipal Infantil". A pesar de ser un día de trabajo hay tanto silencio en la calle que escucho mis pasos golpear tranquilamente y con ritmo.

Por fin y al volver de una esquina, lo que hay más allá no por conocido me impresiona menos. El colegio de Santa Cruz es, casi con toda seguridad, la primera construcción netamente renacentista que se hizo en España. Siento especial predilección por él, por motivos académicos y personales. Porque fue cronológicamente el segundo edificio de una tesis doctoral de título pomposo y rimbombante que nunca llegó a ser y porque me hace viajar a una época dulce en que la Universidad y algunos profesores y compañeros me mantenían despierta, curiosa y muy viva.

Hace cuatro años que intento verlo al completo después de su restauración y hoy -en que nada puede salir mal- finalmente lo consigo. Está abierto y vacío. Silencioso y recién estrenado.
La antorcha krausiana me había avisado hace ya un par de años de que lo habían blanqueado demasiado. Yo no sé qué pasa últimamente con las restauraciones arquitectónicas en este país. Salvo honrosas excepciones, a los edificios se les arranca la suciedad de tal manera que en su excesiva desnudez parecen huérfanos e indefensos y desde luego mucho más modernos de lo que son.
Pero pronto sus medidas, su limpieza de líneas y de construcción, su ausencia prácticamente total de adornos se superponen a la palidez de los muros, de la piedra. Los arcos de medio punto, elegantes y equilibrados contribuyen a la calma y el sosiego. El aire y la claridad del día lo tornean suavemente. Las sombras, sin embargo, empiezan a caer violentas, en contraste y cascada por la arcada alta. El escudo de los Mendoza campea a sus anchas por todas partes.
Una puertecilla me conduce a otro patio que no conocía. Castaños de Indias, prunos y rosales regalan un marco verde al edificio de fachada muy hermosa, que lo centra y ordena. Los nenúfares de un estanque pequeño, aupándose apenas desde el borde del agua, intentan darles la réplica.

Una de las pocas ventajas que comporta el cumplir años es que aprendes que la prisa no solo no es necesaria, sino que se vuelve perfectamente prescindible. Lo que se pierde en energía se gana en tiempo. No hay mal que por bien no venga.
No, no voy a encerrarme en un interior tabicado en lo que me queda de jornada. Tiempo habrá en invierno de fotografiar y mirar. Ahora el cuerpo y el alma me piden luz, aire, espacio construido pero en movimiento, domesticado por la piedra pero nunca sometido.

Camino muy despacito por una Pucela vacía y amable. La fachada de la Universidad queda a mi izquierda cuando cruzo hacia la seo y Santa María la Antigua. Me desvío una pizca y entro en la Catedral, en ese proyecto frustrado de Juan de Herrera. Caótica, deslavazada y también limpia en exceso pero con ese soplo del arquitecto escurialense que lo hace único y genial. Salgo de ella y poco a poco voy bordeando su perímetro hasta llegar a la parte trasera. Restos de edificaciones góticas, cistercienses y románicas dan de repente sentido a la colosal mole herreriana.

Al otro lado de la plaza, Santa María me niega su acceso contradiciendo el horario de culto del letrero en su fachada. Es igual. El exterior ofrece multitud de elementos por los que el sol, ya alto y con fuerza trepa, dibuja y da forma. El tejado de la torre, piramidal y levemente en relieve, heredero esbelto y digno de las cúpulas gallonadas de Salamanca, Zamora o Toro. Las líneas de imposta de taqueado jaqués. Los arcos que rasgan la torre. La altivez del campanario. Las hermosas proporciones de la fachada sur... Todo, todo en Santa María es espacio abierto por donde la luz resbala afanosa modelando.

Si no se han dejado llevar nunca en una ciudad por el GPS, prueben a conectar la próxima vez el de su móvil. Es divertido y lleno de sorpresas seguir una línea en la pantalla del teléfono. Uno camina y, al tiempo, se reconoce divertido en esa bolita azul que irradia círculos y que dice que es Vd. y no otro quien por allí pasa. Y está. Y es.

Después de mi renuncia voluntaria, definitiva y ya sin remedio al Museo de Valladolid, me encamino despacito al Patio Herreriano. Pero desoyendo la línea que marca mi guía móvil, a propósito giro por otra calle, atraída por un aroma delicioso a pastelitos y bollos recién horneados y por la vista del pórtico inmenso y subyugador de San Benito. Nunca he podido ver su interior. Y me atrae la oscuridad de sus pilares como un abismo fresco y franqueable. 

Al entrar vuelvo a sentir el volumen encerrado del aire entre la piedra de una forma directa y arrolladora. El coro, que deduzco tardogótico, deja paso a un inmenso espacio, así en minúsculas y libre. Me quedo sentada un buen rato, sin más, con la cámara agazapada en el regazo como un gato tranquilo y en reposo aparente. Más tarde vendrá el aprehender las bóvedas, los capiteles, las esculturas con el objetivo. Ahora no, ahora es el momento de dejarse llevar y abarcar. La Piedad del lado de la epístola está llamando en su susurro apenas audible. Su rostro, sus manos, el hijo muerto en brazos se imponen sobre su compañero de ábside, envuelto en dignidad y piel de eremita.
Y  las aristas y ojivas, los poderosos pilares, las bóvedas doradas acuden al rescate, celosos de la atención dedicada a la imagen.

Y allí dentro, lo que hasta ese momento era una intuición estalla. He mantenido siempre con esta ciudad hermosa y viva una relación especial, diferente, no siempre fácil. Valladolid hoy, como nunca antes, se convierte en una ciudad de aire, luz y espacios abiertos. Hoy más que nunca la piedra habla, resucita, vuelve a ser la que fue. Como un láser delicado y firme hace desaparecer cicatrices y se abre luminosa en contrastes feroces de sombra y sol. 

Salgo mucho más despacio todavía de lo que entré y bordeo el monasterio para entrar, ahora sí, en el Patio Herreriano pero con nuevas intenciones. No puedo dedicarme hoy a objetos, a cuadros, a esculturas. La luz se impone con demasiada fuerza. Hoy las piedras reclaman atención y me llaman de forma suave pero imperiosa. Y yo estoy abierta de espíritu, mente y cuerpo a esa llamada. 


Valladolid. Patio Herreriano



Caprichoso, el reproductor de música me entrega por sorpresa las Variaciones Goldberg tocadas por Gould.  Son las once  y cuarto de la mañana. Bach ilumina definitivamente el día. 

El patio central del vecino convento es una hermosa caja de luz azul y amarilla sobre el blanco apenas desdibujado del granito. Y en él, una profunda llaga abierta en forma de escultura de Juan Carlos y Sofía. Porque esa pieza rompe la razón de ser del patio como cruce de caminos, como punto de encuentro. Irremediablemente los puntos de fuga se pervierten. Se disuelven las fuerzas centrípeta y centrífuga y el espacio deviene huérfano de sentido.

Entro en la capilla de los condes de Fuensaldaña. La oscuridad es total salvo a ras de suelo, en que el árbol luminoso de Canogar presta contraste a los restos antiguos de una edificación a medio camino entre la historia y la nada. Un espacio demolido por el tiempo y bien restaurado. A la salida, el sol hiere. Y es hermoso y vale la pena el dolor en los ojos. 
Avanzo esta vez un poco más y el patio de novicios me sorprende volviendo a llenar de luz la sombra profunda y pertinaz de ese pozo cerrado, oscuro y moldeado que era el recinto religioso. 

Me encamino a la escalera y en el segundo piso una bedel obsequiosa y algo insistente se empeña en dirigirme hacia las salas. Con amabilidad intento que comprenda que no, que yo solo quiero acceder al segundo piso del patio desnudo de adornos, limpio de líneas, cuajado de aire, cortado a cuchillo por sombras definidas y duras.  No acaba de entenderlo pero me deja hacer. 
No quiero hablar demasiado con nadie. Quiero que me dure el sabor, al subir el último tramo de escalones, de una nueva perspectiva en fuga disparada y nueva. Desde lo alto,  la masa -de nuevo en exceso blanqueada- de la iglesia que encierra el Archivo sirve de telón de fondo teatral, luminoso y cambiante de sombras al jardincito que da acceso al museo. Los ojos se detienen, las manos buscan el clic preciso de la cámara. El alma encuentra.

El patio alto apabulla por la claridad. Y por el calor que provocan los cristales que cierran los espacios abiertos. La contrapartida bien hermosa está en el reflejo de la piedra sobre la piedra. Y sobre el vacío que llena los volúmenes apenas ondulados. Ventanas a la luz y a las formas. Sombras oblicuas, derramadas sobre el suelo pulido y limpio. Como espadas que cortan el aire iluminado y le dan brillo y fuerza.

Nada rompe la magia de lo vivido en esa mañana cuando desciendo tranquila hacia la Rinconada.  Me detengo un rato a mirar los colosos de la fuente en su imposible empeño por contener, comprimir,  reforzar. La ciudad ahora bulle, late, se mueve con soltura y ruido. 

Enseguida y a través de una calle minúscula desemboco en el espacio abierto por antonomasia de una  ciudad, de la ciudad, de esta ciudad. 

Cuadrada, sobria, hermosa. Roja. El viejo conde Ansúrez me guiña el ojo desde el centro. El espacio y la luz me envuelven de nuevo. Y yo me descubro ante esta ciudad clara y renovada, que es capaz de abrirse y darse sin pedir a cambio más que el mínimo esfuerzo de caminarla. Plazas e interiores vertiginosos o amables, inconfundibles o escondidos. Nunca como hoy una ciudad me ha enseñado que Heráclito, quizá, anduviera equivocado. Quizá no todo fluye. O quizá es que su belleza, a un tiempo, fluye y permanece. 

Apago y guardo la cámara por hoy. Me siento en el Continental y espero. 

A partir de ahora, la piedra y la forma, los volúmenes y las sombras le cederán el espacio a las personas. El mediodía y la tarde prometen transcurrir en la compañía amable y protectora  de nuevos y viejos y queridos amigos. Y con ellos vendrán de la mano un aperitivo, la comida, la charla, la risa, el compartir, el paseo de vuelta. La estación envuelta en gente y voces. 

El regreso. 



Valladolid: luz y espacio from Blogfreia on Vimeo. A pantalla completa quizá lo disfruten más. 


8 comentarios:

Isabel dijo...

No conozco Valladolid y ha sido un placer visitarla y saborearla gracias a su excelente explicación.

Abrazos.

Alejandra Sotelo Faderland dijo...

Que maravilloso paseo por esta ciudad y que bellas decripciones y metaforas para tu viaje, tu periplo por estos edificios. No sabia de tus gustos en materia de cafeteria (no miy limpia, empleados gruñones, algo asi por aqui tenemos) y que pese a todo, busques algo y tu alma lo encuentre.
Una maravilla para el alma que por una pantalla mira.

Alejandra Sotelo Faderland dijo...

Que maravilloso paseo por esta ciudad y que bellas decripciones y metaforas para tu viaje, tu periplo por estos edificios. No sabia de tus gustos en materia de cafeteria (no miy limpia, empleados gruñones, algo asi por aqui tenemos) y que pese a todo, busques algo y tu alma lo encuentre.
Una maravilla para el alma que por una pantalla mira.

fra miquel dijo...

Seis lustros hace ya, que pasé una temporada en Valladolid. Con gastos pagados por el estado...
Tal vez por tratarse de una estancia forzosa o tal vez por mi juventud no tuve el acierto de visitar a fondo esta pequeña pero preciosa ciudad. De lo descrito en su paseo sólo recuerdo "La Antigua" Tal vez si rebusco entre las viejas carpetas de negativos encuentre alguna fotografía de este templo.
Tendré que volver a Valladolid para disfrutar de ésta nueva luz que describís
Gracias por el paseo
B7s

Antonio Rodriguez dijo...

Leyéndote y viendo tus fotos casi no hace falta viajar. Un beso.
Salud, República y Socialismo

emejota dijo...

Menudo disfrute de entrada, gracias.. tantas, conozco Valladolid de paso pero me gusta más verlo a través de tus ojos y tu percepción. Gracias de nuevo. Bsss.

Freia dijo...

Isabel

Pues aunque te pilla un poco a trasmano, si vienes a Madrid, costurera, se puede hacer una escapada. Está a una hora de tren nada más.

Un abrazo de hilos.

Alejandra

Gracias por tus palabras, Alyx. Fue una excursión preciosa. Pero con todo, lo que más valió fue la parte "humana". Esa que no he contado en absoluto.

Un abrazo.




Freia dijo...

Fra Miquel

Jajaja, pues no está mal que se dé Vd. un paseo "volentieri", que dicen los italianos. Es un gran ciudad. Con historia y viva, lo que no es poco.
Yo, para llevarle la contra, me voy a la seva.

Un petó ben gran, pater.

Antonio Rodríguez


¡¡Huy, sí, querido Antonio! El viaje es el viaje, aunque te agradezco tus palabras. Anímese, que bien cerquita está y con su cámara sería mucho más hermosa que con la mía.

Otro abrazo bien grande para Vd.


Emejota

Pues nada, ahora que la va a tener cerquita, le digo lo que a Isabel. Podemos montar una excursión enseguida. La ciudad lo vale. Créame. Mucho más que la descripción.

Un beso para Vd. y un rascado de orejas para su "alter ego".